sexta-feira, 4 de janeiro de 2013

Operação Outono.

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Felipe Porra, de 62 años, agricultor de Villanueva del Fresno (Badajoz), señala con el dedo un punto del paso seco del regato flanqueado por hileras de eucaliptos y dice: “Por ahí íbamos mi amigo y yo. Él tenía 13 años y yo 15”. Era una mañana calurosa de abril de 1965. Los dos adolescentes buscaban nidos entre las ramas de los árboles. Felipe vio en el suelo una cabeza descompuesta, semienterrada, desfigurada y desgarrada por mordiscos de perros, y le dijo a su amigo, sin darle mucha importancia: “Mira, un burro muerto”. El amigo avanzaba unos pasos por delante y vio en otro agujero otra confusión de huesos y carne ennegrecida y putrefacta, y añadió, con la misma indiferencia, que había otro burro ahí. Felipe se acercó, miró con algo más de atención y exclamó:
—Eso no es un burro. Los burros no tienen muelas de oro.
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Los dos adolescentes acababan de descubrir los cadáveres del crimen político más famoso de la reciente historia de Portugal: el de Humberto Delgado, general de aviación y enemigo número uno de la dictadura portuguesa, y el de su secretaria y amante, la moderna brasileña Arajaryr Campos, la propietaria de la muela de oro. De paso, los dos chicos acababan de desbaratar la estrategia de la PIDE, la siniestra policía secreta del régimen de António de Salazar, interesada en que los cadáveres durmieran para siempre en ese rincón perdido de Badajoz poblado de caminos de contrabandistas, a un paso de la frontera. Su descubrimiento supuso la demostración universal de cómo actuaba Salazar y su ejército silencioso de prebostes y también una pesadilla diplomática con España para el régimen portugués. Ahora, una película recientemente estrenada en Portugal, Operação Outono, dirigida por el cineasta Bruno de Almeida, ha vuelto a poner el caso de actualidad y ha sacado a la luz algunos puntos oscuros del proceso judicial que, tras la Revolución de los Claveles, se celebró contra los agentes secretos implicados en el crimen. La película, basada en la monumental biografía publicada hace dos años por el nieto de Delgado, Frederico Delgado Rosa, Biografía do general sem medo, constituye una reconstrucción meticulosa y milimétrica de la trampa dispuesta por la PIDE para acabar con el general, llevada a cabo por una brigada terrorífica dirigida por un jefe cojo y compuesta, entre otros, por un gigante gordo especializado en asesinar a palos a la gente.
Delgado, que tenía entonces 59 años y vivía exiliado en Argel, se había convertido —tras haber sido un miembro destacado del régimen de Salazar— en la cabeza visible de la disidencia y el más molesto opositor a la dictadura. A mediados de los sesenta, a la policía secreta portuguesa se le presentó la oportunidad de neutralizarlo. Por medio de un escurridizo y turbio personaje radicado en Roma, Mário de Carvalho, que se había ganado la confianza de Delgado y que se vendió a la PIDE por dinero, lograron atraerle hasta Badajoz con el señuelo de una entrevista secreta con unos militares opuestos a Salazar. Él acudió con su secretaria al lugar de la cita el día y la hora indicados, el 13 de febrero a las tres de la tarde de 1965 en el andén de la estación de Badajoz. Un falso teniente (en realidad el subinspector policial Ernesto Lopes Ramos) le volvió a convencer para llevarlo, en coche, hasta un paraje apartado donde, en teoría, se encontraría con los militares. Lopes Ramos, a fin de evitar testigos engorrosos, trató de evitar en el último momento que la mujer les acompañase al lugar donde les aguardaban los otros tres miembros del grupo, pero Delgado, que seguía sin sospechar nada, insistió en que les acompañara.
El general solo se dio cuenta de que había caído en la trampa cuando, ya en un sembrado lejos de todo, vio a Casimiro Monteiro, un tipo enorme con pinta de matón a sueldo y ninguna de militar conspirador. Según la versión de Lopes Ramos (y de los otros dos policías procesados después de la llegada de la democracia), Monteiro (que huyó a África del Sur sin ser detenido nunca, quedando para siempre en paradero desconocido), sin permiso de nadie, disparó a Delgado en la cabeza, matándolo al instante. Después, siempre según los policías, hizo lo mismo con la secretaria, que acudió en ayuda del general. Luego, aún estupefactos por lo que había pasado, ya que, según testificaron, su intención era simplemente apresar al general y no matarlo, escondieron los cadáveres en los coches, buscaron un paraje recóndito y los enterraron, apresuradamente, en un lugar aparentemente desértico donde suponían que no serían encontrados nunca. Los jueces que examinaron el caso después de 1974 dieron por buena esta versión y exculparon a todos menos a Monteiro.
Ahora, la película revela algo muy distinto que transforma radicalmente la historia, sus consecuencias y sus últimos culpables o responsables. “Monteiro era el chivo expiatorio perfecto: huido e imposible de localizar, cargó con todo. De esa manera los otros se salvaban. Y lo más importante: se salvaba al régimen, a la memoria de Salazar. Nadie dio la orden de asesinato. No hay que olvidar que el tribunal militar que juzgó el caso era proclive a Salazar. Por eso no utilizaron la documentación recopilada por la policía española, que era crucial”, explica Frederico Delgado. El nieto del general, un antropólogo reconvertido en historiador y casi en detective, estudió las autopsias elaboradas por los médicos españoles de la época y llegó a la conclusión de que su abuelo fue asesinado a golpes, después de un forcejeo, y no de una herida de bala. “Como fue una pelea, los otros policías, si en verdad no buscaban el asesinato, pudieron evitar que Monteiro matara a mi abuelo y si no lo hicieron fue porque la orden recibida, llegada de arriba, era la de matarlo. No fue nada improvisado, ni Monteiro actuó por su cuenta obedeciendo a un impulso repentino. De ahí que llevaran en el coche picos, palas y cal para enterrarlo”, añade.
“Todos se escaparon. Monteiro en África y los otros, absueltos por el tribunal. Y los mandos y los directores de la PIDE, también exculpados. Por eso la película, a mi juicio, es actual, porque trata de la corrupción, el silencio y la mentira”, explica el director del filme, Bruno de Almeida.
Almeida recuerda que ni siquiera la familia de Delgado supo nunca la verdad hasta que el nieto, pista a pista, legajo a legajo, la reconstruyó a base de tirar de un hilo frágil que nadie había remontado y que terminaba, de casualidad, en el regato seco de Villanueva del Fresno.
“Mire, encontramos los cadáveres porque aquel año fue un año seco”, dice Felipe Porra, el agricultor que halló los cuerpos casi 50 años atrás. “Si hubiera llovido, yo le digo que el arroyo se los hubiera llevado corriente abajo y nadie habría sabido nada de esos muertos”.
 

 

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